viernes, 10 de mayo de 2013

Pamplona, 10 de Julio de 1929

La noche había pasado rápida.
Canciones, a capela algunas, otras acompañadas con guitarra, habían hecho que aquel variopinto grupo se sintieran hermanados, además no habían parado de comer jamón, queso, chistorra y en cuanto al vino, la cantidad de botellas vacías que se amontonaban en la trastienda daba una clara estampa de la ‘alegría’ y entusiasmo de los congregados.
Hasta aquella noche habían sido desconocidos entre ellos, sólo tenían en común sus vestimentas, la mayoría de blanco y con pañuelos rojos en el cuello.
El camarero les indicó que les podía servir la última ronda, la cual iba por cuenta de la casa.
Todos a una entonaron su nombre, añadiendo que era el mejor.
Al salir pudieron ver cómo la noche se disipaba con la luz del amanecer.
Ruth una de las mujeres tomó de la mano a un hombre y le susurró al oído que la acompañara al hotel.
El hombre la besó en los labios y le preguntó el nombre del hotel y la habitación, es que, añadió, ahora tengo que ponerme ropa limpia e ir al Gran Hotel La Perla, estoy invitado a ver el encierro desde el balcón de la habitación 217, después será un placer despertarte, palabra de Ernest.

Iris

Después de llevar un rato corriendo, mi mente se tranquilizó y pude empezar a apreciar el paisaje, inerte, mono-colorido, encajaba con aquellos parajes, me sentía solo, abrupto.
Comenzaba a arrepentirme de haber tomado aquella habitación en el motel, me había citado con la bibliotecaria del campus, pero ella no había aparecido, despechado y triste lo único que se me ocurrió era salir a correr.
¡Iris! ¡Iris! Su nombre no dejaba de resonar en mi cabeza mientras corría.
Nos habíamos conocido en la biblioteca, me tenía al corriente de las publicaciones que llegaban relacionadas con la materia que impartía. Así comenzó nuestra amistad. Luego comentábamos noticias y la confianza dio paso a gastarnos pequeñas bromas, explicarnos anécdotas y a conversaciones sobre diferentes temas.
Era culta, inteligente, irónica en ocasiones, y solía pasar casi todos los días, a consultar, a leer, a repasar, estaba allí más tiempo que en mi despacho.
Siempre la había visto con el cabello recogido, menos ayer.
Llegué cuando iba a cerrar, en una de las bandejas de su mesa estaban las últimas revistas que habían llegado, cada viernes las recogía, cuando empecé a hojearlas, su voz hizo que me girase.
-Un poco más y no llegas hoy  -me dijo.
Cuando la vi me quedé atónito.
Su triguero cabello lo llevaba suelto, su sonrisa era amplia, diáfana y no pude más que fijar mi mirada en sus pupilas.
-¿Estás bien? –me preguntó mientras se aproximaba.
 Noté su perfume, ese aroma tan conocido por mí, floral, fresco.
Acerqué mis labios a los suyos y la besé, el impulso había sido sin premeditar, espontaneo, pensé que me había equivocado…hasta que ella me devolvió el beso.
-Ahora sé por qué vengo. ¡Tú!
-Pues has escogido para decírmelo un día que tengo prisa. Tengo que recoger a mi madre e ir al hospital donde operan a mi tía, no es grave, cataratas, pero luego estaremos con ella en su casa.
-Mañana estaré en el Motel Edward, tendré una habitación doble, no está lejos y tal vez podrías venir a comentar las publicaciones hasta altas horas de la noche.
Sonrió. Vaya, como le brillaron los ojos.
-Procuraré ir, todo sea por ayudarte a ilustrarte –me dijo mientras salíamos.
Subió a su coche y me dijo adiós con la mano.
Me quedé en la puerta, estático, viendo como se alejaba.
Eso fue ayer.
Volvía de mi carrera, cuando comencé a divisar el motel, me pareció ver en el aparcamiento su coche. Me enfadé conmigo mismo por no recordar su matrícula, ¿sería el de ella? ¿no? Empecé a sentirme nervioso, mi ritmo aumentó, me encaminé rápidamente hacía la habitación, noté el frenetismo de mis latidos cuando abrí la puerta.
Esa imagen perdurará en mi memoria. ¡Allí estaba ella! Esperándome sentada en la cama delante de los grandes ventanales.
No había duda, estaba loco por ella, debía de decírselo, tenía tantas cosas para compartir…